Todos querríamos tener la mágica habilidad de evitar conflictos. Por lo menos nos gustaría tener capacidad para saber en qué punto, y de qué modo, debemos actuar para que éste no escale, que no se propague el sinsentido. Para lograrlo se requieren de muchas habilidades, entre ellas leer las señales que nos rodean, pero también las internas.
Hay quienes se entrenan en estas habilidades, y tienen la destreza de estar vigilantes a estas señales, pero la realidad es tosca y áspera a veces, no depende sólo de uno mismo, y tiene la tendencia a precipitarse. Para cuando nos damos cuenta de que somos parte de un conflicto sólo nos cabe gestionarlo. Hablemos de ello, hablemos de algunas claves sobre los conflictos entre personas, equipos y organizaciones. Hablemos de la responsabilidad y la libertad de individuo a iniciar o inhibir un conflicto.
Partamos de una base, la mayor parte de los conflictos están en nuestro interior, pues la realidad que nos rodea suele ser una expresión de nuestro propio estado, la expresión de nuestro foco de atención. Fuera sólo se manifiesta la puesta en escena de nuestra estructura de pensamiento y emocional. Siendo un tema tan complejo voy a separarlo en dos trozos más digeribles. Para ello trataremos, en primer lugar, de separar “la cosa” de “la persona”. Empecemos por la cosa.
Hace poco participé de la resolución de un conflicto de intereses entre dos equipos, entre dos empresas. La decisión fue no seguir trabajando juntos. Según mi experiencia, no suele ser habitual que esto suceda. Tendemos a estirar el conflicto no explicitando que existe o tratando vehementemente que la otra parte asuma nuestras tesis. Huida o lucha, muy básico. En ambas estrategias la erosión es enorme. En este caso, a pesar de que la relación no había sido buena entre las partes, se cerró con una conversación con mediador que me dejó una perla, un aprendizaje muy interesante.
Cada lengua está dotada de expresiones y léxico que ilustran la memoria emocional de una sociedad. En castellano tenemos la separación entre el estar y el ser. Un regalo. Durante la conversación de cierre de proyecto, durante la negociación, las partes expresaron sus hechos, sus verdades públicas con las que justificaban al mediador cómo se había llegado al punto de no ser posible la continuidad de la colaboración. En este punto fue donde llegó la perla. Una de las partes puso de manifiesto que no se trataba de nada personal, sino de un hecho que separaba los intereses de ambas partes, de “la cosa”. De empresa con raíces alemanas, su CEO sacó a colación que en alemán hay una expresión o término que permite diferenciar claramente si de lo que se está hablando dentro de un conflicto está relacionado con la persona en sí o solamente con la idea, acto, hecho u opinión de una persona. Esto permite diferenciar claramente si se trata de algo personal o no. Muy útil para evitar y gestionar conflictos.
Cuando separamos a la persona del hecho estamos disociando la identidad del individuo del problema. Cuando percibimos que no somos el problema, sino sólo parte de un conflicto, nuestra actitud frente a la resolución del conflicto varía sustancialmente. Entre defendernos a nosotros y defender algo en lo que tenemos responsabilidad, pero no está vinculado a nuestra identidad, que no nos define, hay un abismo en nuestro cerebro. Si esta misma tesis la aplicamos a los demás, estamos muy cerca de sentar las bases para la resolución del conflicto. ¿Cómo logramos realizar esta separación entre cosa y persona?
Nuestro cerebro es un órgano adaptativo, plástico. Esto no quiere decir que esté diseñado para adaptarse fácilmente. Requiere de mucha gimnasia emocional [1] y entrenamiento cognitivo. Al igual que podemos entrenar el cuerpo con rutinas, con ejercicio físico, el cerebro podemos entrenarlo introduciendo rutinas de pensamiento que nos facilitan la prevención y resolución de conflictos. Para separar “la cosa” y “la persona”, una de las herramientas más útiles es la presuposición, “actuar como si”. En este caso, se trata de presuponer que en nuestra interacción cotidiana con terceros existe una intención positiva por su parte y también por la nuestra. Esa intención positiva tiene dos atributos principales: lo que expresamos no tiene como objetivo generar sufrimiento ajeno y es la expresión, más o menos elaborada, de una necesidad. Ambas cosas. Desde aquí, desde esta posición perceptiva, el conflicto está contenido desde sus inicios. Puede que lo que uno perciba no esté alineado con nuestras necesidades, puede que en forma y contenido no lo percibamos como apropiado u oportuno, pero no se trata de la expresión de una amenaza. Cuando percibimos una amenaza activamos los mecanismos de defensa y agresión, que inhiben o merman nuestras capacidades para comprender el problema desde otra óptica. Nos limitan la capacidad de adaptación y aprendizaje. Cuando identificamos amenazas, lo que sentimos en realidad es que somos vulnerables.
Es aquí donde abordamos a la “persona” en el marco de un conflicto. La percepción vulnerabilidad es, habitualmente, subjetiva. Nuestro cerebro está programado para evitar exponerse a riesgos innecesarios. Somos la selección de decenas de miles de generaciones que sobrevivieron por ser conservadores, por ver peligros donde no los había. Aquellos que satisficieron su curiosidad y constataron que el arbusto no era un leon fueron comidos y no compartieron sus genes con nosotros. Este neuro programa de supervivencia, muy útil en ciertos contextos y en otros periodos de la historia, pero cada vez se hace menos útil, especialmente en el ámbito de las relaciones personales, en los equipos y en la cooperación entre organizaciones.
Cuando hablamos de conflictos, en lo cotidiano, hablamos de situaciones en las que nuestra integridad física no está expuesta. Las consecuencias de una interpretación incorrecta de una conducta de un compañero, un colega, un supervisor o un familiar no representa una amenaza física inminente. A pesar de esto, la intensidad de nuestras reacciones emocionales, e incluso las emociones en sí que se generan, son inapropiadas y poco útiles para resolver o evitar un potencial conflicto. Esto no quiere decir que debamos negar las emociones, pues sería un esfuerzo sin sentido. Las emociones primarias brotan sin que podamos elegirlo. Esto no quiere decir tampoco que no se puedan gestionar. Estas emociones involuntarias son el punto de partida, la alarma, que nos permite de un modo precoz identificar que nos sentimos vulnerables, expuestos a la conducta y acciones de con quienes interactuamos.
Una vez que hemos identificado que nos sentimos vulnerables llega la gran elección, el ejercicio de libertad. Es ese momento que marca la progresión de un conflicto o la oportunidad, quizás, de establecer y renovar alianzas entre aquellos que se ven envueltos en él. Si elegimos presuponer que los demás están actuando de un modo consciente, y que lo hacen a sabiendas de que nos harán daño, identificamos un agresor y una víctima. Nosotros solemos ser la víctima y esto nos legitima para iniciar una escalada del conflicto, ya sea a través del silencio y del juicio, o bien a través del reproche y la necesidad de resarcir un daño, que muchas veces no ha sucedido ni iba a suceder nunca.
En este punto es donde se inicia el verdadero conflicto. “La cosa” deja de ser importante, es sólo un vehículo que nos sirve para expresar de un modo ineficiente que nos sentimos vulnerables como “personas”. Nuestra identidad se entremezcla con la conducta propia y ajena, cuando son elementos completamente distintos. No somos, ni los demás tampoco, lo que hacemos, pensamos o sentimos. Todo lo anterior es una expresión, el resultado, del contexto en el que suceden los hechos, combinados también con los recursos y habilidades personales de quienes intervienen en el conflicto.
Durante mi vida profesional y personal he sido protagonista en primera, o segunda persona, de numerosos conflictos que han llevado al traste con proyectos de gran envergadura, oportunidades de crecimiento profesional y personal, relaciones institucionales, con la continuidad de la colaboración de equipos con un alto nivel de desempeño, con relaciones personales y profesionales, y sólo por el simple hecho de no saber discernir a tiempo la diferencia entre el hecho conflictivo, “la cosa”, y la intención o la naturaleza de aquellos que se ven implicados en la anterior, “las personas”.
Cuando el abordaje de un potencial conflicto deriva hacia cuestionar la lealtad, la confianza, la intención positiva del otro, la herida que se produce en las relaciones, dentro de los equipos y organizaciones, son devastadoras. La eficiencia y el bienestar de los implicados se ven comprometidos hasta tal nivel que se pone de en duda si las relaciones, o el propósito de éstas, sigue vigente. Esto suele suceder sólo por el hecho de percibirse vulnerable y elegir, entre muchas opciones, que con quienes interactuamos tienen una intención negativa que nos implica y afecta a nosotros. En este momento hemos elegido quemar los puentes que nos permiten comprender la realidad del otro. Es un ejercicio de libertad, pero poco útil.
Por el contrario, la gestión de un error de comunicación, una decisión desafortunada o la interpretación inadecuada de una directriz, desde la experiencia de los líderes de un equipo es fácilmente reencuadrable, aunque derive en la pérdida de un proyecto, una oportunidad o una línea de trabajo. Este daño, que no suele ser tal normalmente y es sobresalientemente más asumible que la gestión emocional de un conflicto. Éste último sana con dificultad dejando cicatrices y daños irreversibles en algunos casos. La desconfianza, dentro de las elecciones que podemos hacer en una interacción, es de la que más limitan la cooperación para el logro de un objetivo. En su lugar, renovar alianzas en momentos de duda, remar juntos para salvar la corriente de un error, actualiza el sentido de la cooperación. Abrazar el error propio o ajeno como una oportunidad de mejora, o bien utilizarlo como vehículo de conflicto para esconder nuestra percepción de vulnerabilidad. Esta es la difícil elección, la disyuntiva, pues es fácil confundir la debilidad con la vulnerabilidad. La verdadera señal de fuerza es permitirse ser vulnerable.
Los conflictos no son momentos para hacer gimnasia emocional. Normalmente son momentos que nos demandan habilidades ya trabajadas, ya adquiridas. De ahí la importancia de cultivarlas en la cultura organizativa, en la educación social. La ventaja que tenemos es que estamos expuestos permanentemente al conflicto, y cada situación de conflicto, abordada desde la responsabilidad individual, es una oportunidad de mejora como individuo y como equipo. Suelo proponer a las partes que, en cualquier situación de conflicto, que durante el proceso de negociación, la actitud sea de aprendizaje, que se aborde desde el deseo aprender algo nuevo. El conflicto, interno o externo, es una oportunidad de poner el foco en uno mismo y en lo que nos rodea, y desde ahí iniciar un nuevo ciclo de aprendizaje. Para lograr ese aprendizaje es útil presuponer una intención positiva en el otro, buscar y explorar la necesidad propia y ajena, aceptando que nos sentimos vulnerables y que esa percepción no es responsabilidad del otro. Desde este punto partimos con las herramientas necesarias para gestionar adecuadamente un conflicto, para ser responsables y libres de iniciarlo o ponerle fin.
Todos tenemos la capacidad de mitigar o disminuir el impacto de los conflictos en los que participamos. No los podemos evitar, pues no está sólo en nuestra mano que se produzcan, pero sí podemos ser protagonistas de su gestión. Podemos elegir sentirnos vulnerables y permitirnos identificar amenazas donde sólo disponemos de información parcial. Como alternativa, si uno lo elige, también podemos entrenar la habilidad de transformar nuestra percepción de vulnerabilidad en la llamada de atención que nos invita a iniciar el viaje del aprendizaje que nos ofrece un conflicto.
[1] Propongo leer a Rafael Bizquerra y José Luis Bimbela, para profundizar en el concepto de gimnasia emocional.